miércoles, 21 de noviembre de 2012

Libro de reclamos




No es que me queje todo el día, pero hay ciertas situaciones que me molestan y mucho. Casi todas tienen que ver con el comportamiento de las personas en los espacios públicos y cómo eso me afecta a mi y a los demás.
Por eso propongo una campaña de educación peatonal que castigue con la prohibición de usar el transporte público a quienes no entiendan, por ejemplo, el "deje subir antes de bajar".
Vamos por parte:


Asiento reservado

En la micro o en el metro. Están marcados de manera especial y dice claramente que su uso es exclusivo para discapacitados o personas con movilidad reducida. Pero parece que los chilenos no sabemos leer. Varios estudios lo avalan, pero no pensé que el problema fuera tan crónico.
Cada vez que me subo a la micro -hablaré sobre todo de este medio ya que es el que más uso- veo a personas muy bien instaladas en los asientos naranjos. Y no son ni viejos ni discapacitados, son en general señoras flojas y tipos hediondos que se hacen los dormidos.

Los autistas

Creen que viajan solos y son aquellos que se sientan en la butaca que da al pasillo, imposibilitando parcialmente a quienes quieran ocupar el asiento que da a la ventana.
Esta situación la podría tolerar cuando hay muchos asientos disponibles en la micro, lo que usualmente no es así. La micro llena y los autistas muy sentados solos. Incluso a veces he sentido miedo de pedirles permiso para pasar, quién sabe cómo van a reaccionar.

Flojos como ellos solos

Algunas estaciones de metro cuentan con rampas para que los discapacitados -o, para usar el eufemismo de moda, los de capacidades diferentes- puedan movilizarse. El mensaje es claro pero parece que la gente no lo comprende. De verdad me preocupa la escasa capacidad lectora de los chilenos.
Todos los días, en la estación Los Héroes, veo cómo los infelices flojos piensan que andan en una BMX o en una silla de ruedas y suben y bajan por esas rampas. ¿Qué evitan? subir dos o tres peldaños. A qué hemos llegado. Me dan ganas de pegar un letrero que diga algo así como: "USE LAS ESCALERAS ¿O TANTO LE PESA LA RAJA"?, pero no he querido ser grosero.

Caso similar son quienes utilizan los ascensores. Están dispuestos a esperar minutos con tal de que una máquina los suba y ellos no se tengan que esforzar. Por favor, chicos. La vida es dura y requiere de un mínimo esfuerzo.
Además, en el caso del metro, los ascensores sólo se mueven entre la superficie y la boletería, nada más. No creo que valga la pena esperar.
En el caso de otros lugares -lo veo a diario en la universidad- el atochamiento es brutal. Decenas de holgazanes que esperan a que llegue el elevador. Son fundamentalmente mujeres, las mismas que luego se quejan porque están gordas. Cómo quieren adelgazar, mis niñas, si apenas se mueven. Los milagros no existen.
Y como si fuera poco, cuando se suben al ascensor se momifican. Todos secos, mirando un punto fijo. Nadie habla, apenas saludan. Una lata.

Cada uno por su lado

En la calle, en el metro. Gente que camina por el medio y no deja pasar al resto. Y justo cuando uno anda apurado. Extraño tanto la señalética de las escaleras mecánicas del metro, esas que decían que a un lado se pusieran los que querían avanzar con sus pies y al otro, quienes deseaban esperar que la escalera los llevara. Pero nunca faltan quienes se ponen a toda la pasada, casi con la intención de cobrar peaje a quien quiera pasar.


Por eso, si usted es alguno de los que practica estos vicios, por favor, cámbiele. Somos miles los transeúntes que, por un segundo, los odiamos.

martes, 13 de noviembre de 2012

La batalla del Guille


Un centro de rehabilitación de drogas en medio de La Legua que recibe cada vez menos apoyo de las autoridades. Allí, un adolescente de 19 años que es adicto desde los 13.

Esta es la historia de Guillermo y su lucha contra la pasta base.


Por Diego Urbina

Era el domingo 8 de mayo de 2011 y en Chile se celebraba el día de las madres. Guillermo (19) estaba acostado en su cama cuando escuchó que venían por él. Era Carabineros, quienes le dijeron que por orden del Juzgado de Familia de Curicó, debía irse a Santiago a iniciar un proceso de rehabilitación. Lo subieron al furgón y en cuestión de horas ya estaba en el Hospital Psiquíatrico Doctor José Horwitz Barak donde permaneció 36 días. Su padre lo lloró toda la noche.


Pero todo había comenzado cinco años antes, cuando Guillermo se cambió de casa con su familia y probó la marihuana. Al poco tiempo fue desarrollando una dependencia cada vez más fuerte que se vio beneficiada por las anfetaminas que le daba la psiquíatra para tratar el déficit atencional e hiperactividad que Guillermo tenía.

Apenas iniciado primero medio, Guillermo fue expulsado de su nuevo colegio por problemas de conducta, fue entonces cuando comenzó a trabajar en la feria y luego en un supermercado, allí y con dinero diario Guillermo aumentó su adicción a la marihuana, incursionando también en la pasta base. Con quince años ya era un adicto.
Sobre sus últimos días en Curicó, Guillermo recuerda que “andaba todos los días robando, entraba inconscientemente al supermercado y sacaba un par de champús, un copete y cosas así que después vendía para irme a fumar”. El consumo era todos los días, situación que hartó a su familia a tal punto de echarlo de la casa. Entonces Guillermo paseaba por las calles de Curicó sucio, sin tener qué comer ni dónde bañarse. Hasta que cayó detenido y una tía, literalmente, lo rescató. Era su última oportunidad.

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La casa de Acogida Joven Levántate, donde está interno Guillermo, es una fundación a cargo de Juan Carlos Molina. Su misión es la rehabilitación de hombres con problemas de drogas y forma parte del Centro Comunitario La Legua. Justo a un costado de la casa, el programa Previene tiene abiertas sus puertas a todos los vecinos de San Joaquín. 
“El objetivo de Previene es diagnosticar las adicciones y luego derivar a distintos centros en caso de que sea necesario”, cuenta Ximena Reyes, psicóloga del lugar. 
Reconocen que cumplen un rol muy importante en la comuna y que el gobierno central le ha restado importancia a su acción. “La administración actual nos ha recortado recursos humanos, somos tres profesionales para atender a cien mil personas”, reconoce Sandra Seguel, encargada de Previene en San Joaquín.

Al programa Previene acuden personas de entre 12 y 70 años. Tanto Ximena como Sandra destacan que no sólo llegan personas con problemas de drogas, sino también con otros dramas como violencia intrafamiliar y depresiones. Es por eso que necesitan mayor apoyo de las autoridades, cuestión vital en período de elecciones.

“Afortunadamente tenemos una excelente relación con el alcalde Sergio Echeverría, de quien dependemos administrativamente. Estamos seguras de que él pesa mucho más que un parlamentario”, dice Sandra.


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Una vez en Santiago, Guillermo fue a la casa de su tía y a los dos días estaba pidiendo ser ingresado a la Casa Acogida Joven Levántate, de la Legua, el mismo lugar donde se realiza esta entrevista. 
“Cuando entré llegué súper enojón porque uno viene de la calle donde anda consumiendo, eso lo hace a uno menos tolerante a la frustración, anda ansioso, empezai  a comer, te duele la guata, te transpiran las manos. La etapa de la abstinencia es la más difícil”, dice con énfasis dejando ver el color pardo de sus ojos.

Sin embargo el proceso de rehabilitación se vio amenazado por las cuentas que Guillermo tenía pendientes con la justicia. Ya en Curicó había sido condenado a dos penas de reclusión nocturna, por 61 y 41 días respectivamente. “Como yo seguía teniendo pendiente esas condenas  empecé a ver si me podían ayudar y una tía que había acá antes hizo los contactos en un centro para menores que tienen medidas cautelares –ya había estado ahí  por un robo en lugar no habitado- y ahí un abogado habló con el tribunal para que me dejaran cumplir la reclusión nocturna aquí”. Finalmente el tribunal accedió, convirtiéndose Guillermo en el único caso en Chile de este tipo.
Desde entonces Guillermo ha cumplido con el tratamiento y de lunes a viernes permanece internado en la casa de acogida, allí comparte con hombres de distintas edades que buscan lo mismo que él: la rehabilitación. 
Uno de los más contentos con la situación de Guillermo es Juan de Dios Aguayo, su terapeuta:
“En una comunidad uno cree en los seres humanos, ya que podemos tener esa alternativa de desarrollarnos y de crecer. Reconocer valores y asimilarlos como lo hace hoy Guillermo”, explica. 


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El 10 de noviembre Guillermo tendrá que abandonar la casa de acogida. Ese día cumplirá nueve meses internado, plazo máximo para permanecer en el lugar. Él sabe que no puede volver a la calle pues el riesgo de recaer es altísimo. Por eso planea ingresar a Corporación Mañana, centro en el que le permiten trabajar y además mantenerse alejado de las drogas.

“Estoy esperanzado en mi futuro, soy joven y creo que saldré adelante”, dice, convencido. 
Confiesa que su sueño es estudiar inglés y ya se está preparando para eso. 


La tarde cae en La Legua y nos sugieren que nos vayamos antes de que empiecen las balaceras.